Un ensayo de muerte
Hoy el día no está para el menor asomo de inteligencia. Hoy visité una casa de dolor sin muelas y un sujeto a mi lado expulsaba vestigios de noche en forma de vómito. Presumiblemente padecía apendicitis. Otro hombre señalaba desde un camastro y en el signo una cola infinita le aplicaba suero. Sufría diabetes. Otra se quejaba y en su dolor no crecían flores de aspirina. Definitivamente este no es un día inteligente. Un niño grita desesperado en cierto aposento donde, por consideración a los demás dolientes, le han confinado lleno de mangueras y vergüenza. No sé que tiene el niño a parte de rabia y resentimiento hacia la vida. Estos no son los hospitales de ultramar y sin embargo hay un mareo y un sabor a sal… Nadie es capaz de abrir ventana alguna y mientras me embarro de sudor pienso que sí muero no habría quien deje ciertas habitaciones llenas de papeles y cigarros. Lo sé, no es importante, pero sí muriera quién esperaría en un sofá a ver que el teléfono florezca, quién saludará a los vecinos viejos que no dejarán de alarmarse y preguntar cuántos años tuve. ¿Cuántas penas? ¿Cuántos títulos académicos inconclusos? Pero como hoy no es día inteligente me es lícito preguntar cosas inútiles. Sí muero hoy o mañana no será necesario hacer mi cama mientras tomo la ducha, nadie tendrá que prestarme algo de dinero cuando el penúltimo whisky así lo exija. Sí muero hoy o mañana alguien dejará de trasnochar y podrá escuchar su grabadora telefónica sin temor a otra injuria. Si muero hoy o mañana a lo mejor alguien me va a extrañar, quizás alguien ya no esperará llena de tristeza en una esquina y, sin duda alguna, esa persona pasado mañana empezará a olvidarme. Así es el arduo oficio de morir o de jugar a morir: no interesa el número de ficha o el carné de asegurado familiar donde figura un código indescifrable y donde dicen que aún soy estudiante. Hoy es 28 de diciembre, día de los inocentes y definitivamente hoy no es día inteligente. Alguien, acaso Dios, me está tomando el pelo.