Recientemente la figura del gangsterismo ha adquirido una nueva significación simbólica (semiótica) en función de ciertos exotiquismos espurios. Ciertamente la sensación de que habitamos un mundo violento (aunque la evidencia empírica no lo demuestre) ha motivado una serie de precauciones, muchas veces ociosas, a fin de prevenir agresiones (a la par de la Escuela Esquivel hay un lote baldío con alambre navaja). Agresiones que, por otra parte, pueden ser también simbólicas. ¿A qué nos referimos con agresiones simbólicas? Las agresiones simbólicas operan bajo el mismo principio desestabilizador de los estereotipos: el estereotipo en la etnología surge cuando en la relación sujeto-objeto de estudio (acaso un abuso ilustrativo) el objeto le dice al sujeto cosas de sí mismo, de suerte tal que el vínculo heurístico se desplaza a una relación afectiva que precisa ser sublimada.
El caso de la moda reviste una pertinencia indiscutible en este sentido: la función de diferenciación social de la moda se convierte en una agresión simbólica (por cuanto es sintomática, véase las consideraciones de Lacan acerca del síntoma y el símbolo) cuando ésta se anula, es decir, cuando no sirve para identificar quién detenta el poder y quién no. Naturalmente este es un fenómeno complejo y dinámico en el cual las direcciones de agresión se invierten y se mezclan.
Recuerdo un excelente cuento de Carlos Luis Fallas intitulado El taller (en mi opinión una de las más valiosas fuentes para comprender el proceso de construcción de la conciencia de clase en los obreros josefinos), en el cual se puede apreciar una dinámica interesantísima: los obreros y el pequeño burgués charlan acerca de sus preferencias musicales, los obreros prefieren el tango porque canta sus tribulaciones, el patrono la ópera, aunque no pueda entender una palabra de italiano. Años después, las elites josefinas bailarían tango en el Club Unión, obviando, al efecto, todos los años de censura y reproche que prodigaron al tango con la más visceral inquina. Recuerdo también que cuando cursaba mis estudios de primaria, dichosamente en una escuela pública, los compañeritos menos favorecidos escuchaban un ritmo musical muy contestatario que por aquellos años recibía el nombre de ragamofin (me amparo en un principio fonético porque no sé cómo se escribe), el cual, a mi forma de ver, constituye un antecedente del celebrado reguetón. Antes bien, cuando realizaba estudios universitarios, fui a una fiesta de cierta jovencita muy adinerada y me sorprendí al escuchar varios de esos temas de ragamofin que tanto poblaban mis bailes escolares. Operaba el mismo principio que en el caso de las elites josefinas. Para desproveer de “violencia” esas manifestaciones culturales, esos impulsos sociales reprimidos, la ideología burguesa las absorbe a través del mercado, de modo tal que neutraliza su potencial revolucionario (a nivel discursivo, naturalmente). Claro está, el proceso de absorción se desarrolla mediante una autorización que las visibiliza dentro del discurso autoritario: en definitiva las transformaciones sociales están relacionadas con la modificación de estos discursos del poder, de este modo, una agresión simbólica se desprovee de sentido subversivo cuando se incorpora al discurso autoritario mismo. Por esa razón uno de los más auténticos emblemas de la caída del sistema socialista es la imagen de Mijail Gorbachov en pizza hut engullendo una rebanada de pizza.