domingo, enero 29, 2006

Olvido y begonia (el árbol de caracoles)

Todo empezó cuando una mañana despertó y no vio el aparador de su cuarto.
Tan pronto como el tropiezo le infringiera un incomodo dolor, atribuyó la ligereza a un efecto, si se quiere habitual, de la vigilia prematura.
Tomó una ducha y no fue hasta que la cordura fue arrebatada de su fervor onírico que se percató del problema.
Al acercarse a la mesa pudo corroborar sus sospechas: un colosal hoyo se apreciaba justo en un extremo del dichoso mueble.
Quiso tocarlo y de inmediato percibió la superficie áspera de la madera, de suerte que aún se encontraba allí el trozo de mesa, pensó.
Luego fue la pared roja de su estudio: otro hueco aparecía desvergonzadamente en ella
En el tanto, se aventuró a reflexionar, el olvido nunca es uniforme, entonces sucede pues que estoy olvidando la realidad por partes.
Los criterios de selección empleados por su actividad amnésica distaban de ser rigurosos.
Es más: se diría que éstos eran azarosos.
Los días corrieron a medias también, las noches aún más, incluso podría señalarse que el tiempo transitaba renqueando pues llegó a olvidar una de sus piernas.
Al principio los dichosos vacíos conservaban sus propiedades táctiles, luego esto también desaparecería.
Al parecer los objetos cuando se relacionaban entre sí no tenían la menor deficiencia. Las insuficiencias surgían cuando él participaba en la eventual relación.
Los sonidos poseían parcelas de vacío que, precisamente, no eran silencios.
Así como los hoyitos expuestos en su mesa y pared, los silencios eran nada: no constituían huecos negros o desprovistos de color. Eran puñados de nada.
Miraba los pájaros volando con un solo ala, los perros propinando dentelladas al viento. Escuchaba maullidos que venían de quién sabe dónde y los olores se abalanzaban con intervalos de vacancia.
Los carros, frente a sus ojos, transitaban por tramos invisibles y parecía que flotaban como nubes o delirios.
Vio a dos amantes besándose como se besarían dos perfiles con un cuello lleno de luz.
Vio caballos sin cabeza, vacas mudas y con huecos en vez de manchas, vio el revés de los párpados y la espalda de las estrellas.
El mundo, para él, se había convertido en un deslavazado archipiélago de palmos, trozos y contundencias sospechosísimas.
La realidad era, pues, discreta. No había continuidades.
Pudo ver que bajo la casa de su amada crecía un árbol de caracoles. Un hueco de realidad así se lo permitió. Claro, pensó, por eso aparecían los caracoles en su ventana.
Transcurrieron dos días más y acabó por olvidarse a si mismo. Antes de desaparecer tomó un caracol del árbol y lo llevó consigo: por lo menos al mar nunca lo olvidaría.

*Por alguna extraña razón desapareció la ilustración.
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