martes, febrero 14, 2006

Un fantasma tanguero


El viejo estaba tendido en un sillón escuchando los viejos discos de los viejos tangos. El sillón era tan viejo como él y se dijera que allí ni tan siquiera el aire se escapa de la senectud. Era una modesta casa de madera pintada de verde y rosado, con una ventana que miraba a la calle, con las pestañas entreabiertas, con una postalita de la Virgen de Fátima, con una serie de recortes de periódicos adosados a las paredes de la sala y con un hombre sentado en un sillón. Nadie más hay en la morada. Tan sólo un perro fox terrier muy flaco y feo llamado Ringo. El viejo, pese a todo, no era tan viejo: sumaba 71 años y se sentía como si los poseyera todos. Antes de ir a la cama, vacía como un prolegómeno de la tumba, piensa en sus tres hijos. Desde una escueta mesita hecha en ciprés nudoso se asoma la fotografía de Carlos, el menor de todos ellos, quien murió en Nicaragua durante la revolución: la algarabía marxista se anidó en la testa del chico cuando apenas llegaba a los 16. Fue sepultado sin homenajes en una fosa común tras haber sido torturado por los contras [1] y los agentes yanquis. Miguel era el segundo, siempre retraído como si resintiera ser indistintamente hijo o padre, hace 5 años que no sabe nada de él: partió a quién sabe dónde a fin de hallar una ocupación que le procurara sustento. Alguien le dijo hace unos meses que se encontraba de mojado en New Jersey, encargándose del aseo de los servicios sanitarios en un Mc Donald´s. Miguel nunca tuvo buenas relaciones con Carlos, frecuentemente agredía a este último y se enseñaba con él como si se tratara de auténtico enemigo. Cuando Carlos se sumó a la revolución, su hermano Miguel únicamente dijo que ojalá le aguardara la muerte allá pues era un imbécil. De los tres Sonia era a quien más amaba. Quizás por ser una chica o quizás por que su semejanza con la familia paterna le hacía particularmente irresistible. No importaba. Sonia estaba casada con un mecánico y tenía dos hijos Vivían tranquilamente, hasta donde lo permiten las circunstancias, al lado de su casa y el patio de ambos más bien parecía un abrazo fraternal donde se funden atardeceres como una rúbrica. Los niños llenaban la casa de esa extraña luz que sólo las creaciones repentinas saben emitir. El viejo estaba sentado en un viejo sillón y los veinte años de Gardel si que eran algo, y la frente marchita se llenaba de un polvillo fino, y los caminitos sinuosos, y los cambalaches, y nada que llegaban esas caras extrañas dando limosnas porque sus ojos en efecto se cerraban y no de sueño ni de muerte sino de olvido, y las estrellas ya ni celaban a las luciérnagas o a los faroles, y nadie volvía, y los muchachos de la barra morían con cada acorde, y la exquisita intimidad del tango mostrando los contornos del cuerpo también marchito, y la certera puñalada del tiempo, y Sonia que entraba a la casa a media luz con un crepúsculo interior capaz de revelarle algo terrible, algo horrible, espeluznante. Sonia apagó el radio y dijo a Ringo que era tiempo de vender la casa. El viejo era tan sólo un fantasma pobre que ni para sustos tenía.


[1]Grupo terrorista financiado por el Gobierno Estadounidense de Ronald Reagan que operó en Nicaragua en la década del ochenta sembrando el terror en las poblaciones campesinas y urbanas.
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