Guía para una muchacha que lee Pedro Páramo
Los viejos de aquel entonces mandaron a construir la plaza, decían que quizás algún día los niños volverían a divisar espantos en las nubes de polvo, que quizás podrían escuchar aquellos sonidos remotos que tenían figura de burro o de gallo. Quisieron también que la plaza, además de hierba y polvo, tuviera muertos, muchos muertos alegres, muertos que caminaran como en procesión, muertos que se despertaran a vivir de la envidia, por que la vida, según los viejos, era tan bella que el supuesto de la muerte se volvía ridículo. Y teníamos muchos muertos. Todos, en mayor o menor grado, teníamos un muerto en casa. Incluso competimos a ver quién tenía el muerto más lindo y más veloz, hacíamos carreras de muertos en los caños, y hasta le ganaban a los barcos de papel. María de los Ángeles, quizás por su inclinación celestial, tenía una muerta lindísima, la más linda de todas, su muerta se llamaba Felunia y tenía el cabello siempre recogido. Todas las noches salíamos a constelar la noche con muertos, claro, la tarea no era del todo sencilla pues debíamos coser cuántos muertos fuera posible a los torsos de las luciérnagas. Así bordábamos el mundo con estrellas y muertos. Y en la plaza las nubes de polvo dibujaban unos espantos amables, cordiales, eran espantos de esos que a uno le dan ganas como de invitarlos a tomar un café a la casa, de charlar con ellos toda la noche hasta que se mueran otra vez de tanta madrugada. Y llegaban esos sonidos remotos con su zoomorfa figura: llegaban como palmotadas que se asestan sobre las calles y, en efecto, parecían gallos o burros. Por las mañanas algunos niños anunciaban el hallazgo de una pluma de gallo que sonaba como a cántaro, como a casa limpia con luz enrarecida. Los viejos de aquel entonces se sentaban en unas poltronas bruñidas en caoba y nos veían jugar y reían a carcajadas muy blancas, tan blancas como sus cabelleras y sus piernas entalcadas, advertían de los terribles peligros de estar vivos y auguraban con sus manos arrugadas unos vaticinios arrugados también de tan masticados y amables. Los viejos reprendían con una severidad que daba risa, y cuando amonestaban parecía que las palabras eran papalotes. Los viejos nos exhortaban a llegar hasta la plaza, donde habían sembrado, desde siglos atrás, un árbol de guayaba en el cual los muertos se trepaban para esconderse del frío. Y los muertos se confundían con los jilgueros que descansaban en las tumbas del viento, y con las baladas de las hojas secas se anunciaba una muerte que nunca llegaba, porque daba pereza todo aquello que sonaba a cala o a cáliz. Pero los viejos de aquel entonces, cuando mandaron construir la plaza, nunca creyeron que los niños de la posteridad dejarían de jugar con muertos. Y entonces aquellos muertos cordiales se fueron secando hasta que sus propios huesos no hablaron más, y las nubes de polvo donde se dibujaban espantos se diluyeron en el aire como por un golpe de dados, y los niños se olvidaron del sonido aquel de los espantos y de cómo parecían burros o gallos, y ya nadie se acordaba de los muertos ni de las noches consteladas donde nada daba miedo. Y los viejos de aquel entonces se lamentaban de que los niños ya no jugaban con muertos, se lamentaban porque desde hacia siglos probablemente ellos, los viejos, también estaban muertos.
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