Nostalgia
Hoy sentí nostalgia simplemente. No sentí nostalgia de cosas o de gentes, de ratos, fenómenos atmosféricos, ni de imperceptibles culminaciones astronómicas. Sentí nostalgia no más. No sé si quizás tuvo algo que ver la presencia de una gallina blanca, trepada de modo gracioso en la rama de un árbol de naranja. Hablo del patio de uno de mis vecinos. No sé si por el contrario la gallina me alejó de correrías mustias y me hizo esbozar en mi boca un pequeño gesto parecido a una sonrisa. Lo cierto es que desde el pórtico de mi casa sentí una profunda nostalgia que más bien es heredad. Las naranjas caen con lascivia cítrica desde sus cogollos en un violento derrame de color. Tal vez son los colores. Las montañas, desde aquí, es decir, desde mi nostalgia, asumen un tono indistintamente azulado y se chorrean desde el cielo como una nostalgia de las nubes. A esta hora del día a penas existen los turnos laborales en el expectante timbrazo de un reloj, apenas hay panaderos asiduos y trasnochados crápulas. Nada de ellos me llega en esta hora del día, hoy, domingo, cuando los sacerdotes han de prepararse para su sermón habitual. Quizás la nostalgia de esta mañana tiene algo que ver con el hecho de que la atalaya del Convento principia su vómito celestial de coloridos campanazos. No hay siquiera un sorbo de café en el ambiente infecto de moscos dormitantes. Todos ellos, los mosquitos, aguardan la llamada infalible del sol para desperezar sus alas, para nacer al mundo con su vocación para el cansancio. Es verdaderamente imposible no albergar nostalgia cuando el sol, desde muy temprano, se antoja una bofetada de tedio. Nostalgia de qué. No hay negros tirados sobre hamacas ni indios inaugurando ritos o secretos brebajes. Aquí no hay nada de eso y el rumor del mar llega únicamente en los titulares de periódico. No hay fauna exuberante ni audaces flores, no hay amables bartenders ni guías turísticos que nos muestren qué sendero tomar en esta mañana espantosa. No hay mujeres bellas en cuyos cuerpos el trópico se demorara voluptuosamente. Las mujeres son horribles y los hombres aún más. Los niños son tragedias en miniatura y solo abren la boca para llorar y proferir insultos. Desde algún recodo montañoso, en alguna herida fría de las estribaciones cordilleranas, se conjura un aguacero implacable que acabará anegando calles, cocheras, aceras y patios mal diseñados. El clima es insolente y los sitios para escampar inhóspitos. De todas partes saldrán ratas semi mojadas y mendigos que buscan sitios para proteger su casa ambulante de cartones y trapos. Si no lloviera entonces las fachadas desabridas de ciertos hogares se abrirán como capullos fétidos, desde los cuales, pululará una suerte de seres repulsivos dispuestos a salir de paseo dominical. Alguno que otro resolverá pulir su auto antes de jugar al fútbol, pero todos, indistintamente, sentirán una sensación de nostalgia. Quizás algunos no lo perciban de modo claro, acaso su nostalgia se manifieste en forma de un orgasmo insípido, una alergia o un sarpullido, tal vez una migraña o una contractura muscular. Sin embargo aquí, en esta mañana de domingo, desde el pórtico de mi casa, yo veré como se diluyen las repugnantes postalitas turísticas de este país, y cuando los aviones surquen el cielo embarazados de hippies exitosos entraré a mi casa por un cigarrillo. Nada sería mejor, en definitiva, que convertirme en elefante a fuerza de nostalgia. Entretanto no me queda más que emborracharme.
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