Una variedad distinta de cansancio
Únicamente soñé cuatro veces. Soñé cierta vez con ella y, más bien, su cara era una sucesión de páginas pautadas. En aquella ocasión sus feraces labios no quisieron besarme, pues el resto de escrúpulos que aún había en mí seguía operando con un vigor, si se quiere, ya claudicante. Otra vez soñé con ella y en esta ocasión su rostro era una canción, la canción más linda del mundo. Llegaba de una fiesta y en la alta noche la luna era penetrada por sombras muy claras, venía borracho y en vez de caminar en zigzag caminaba en hip hip. De camino me encontré con un viejo amigo de infancia, a quien agasajé con una triste tonada que interpreté en flauta. Casualmente la imagen que el rostro de ella asumió en aquel sueño era una versión bastante mejorada de la dichosa tonada. Caí del delirio etílico para reptar en otro delirio no menos nocivo: dormir. Es ésta, por cierto, una actividad poco lucrativa pero no por ello poco atractiva. Lo cierto es que ese segundo sueño se llenó de ansiedad y de una originalidad, digamos, respetable. La canción me arropaba como un alma bienhechora y, además, conservaba la contundencia de una cosa que, por otro lado, no perdía sus atributos de ser intangible. Si ya de por sí resultaba extravagante suponer un beso entre un hombre que sueña (y que no se percata de ello) y una sucesión de páginas, puede imaginarse cuán difícil sería, pues, imaginarlo cuando los actores son ese mismo sujeto y una canción. El caso es que tampoco la besé. Desperté y mi día creció, envejeció, dejándolo todo implicado de una costra luminosa que se agravaba al par de mi reseca. Por la noche me emborraché de nuevo. Al parecer existía una misteriosa complicidad entre estos sueños encadenados y mi debilidad frente al licor. Soñé, en esta ocasión, que ella era una pesadilla dulce, algo así como un recuerdo o un amor perdido, soñé que ella me soñaba y que controlaba mi pulso cardiaco en razón de su propia actividad onírica. Intentaba matarme y yo me resistía. Desperté sobresaltado y, por vez consecutiva, la migraña me abofeteó con su palmada de luz cegadora. De nuevo la reseca me vencía y, a decir verdad, esta situación de despertar todos los días con una cefalea, nauseas o con dolores abdominales empezaba a volverse intolerable. Pasé toda la mañana en cama. Tan irrepetible como lo vaticinan los apresurados juicios de un borracho que jura no beber más, así de espuria resultaba cualquier tentativa de permanecer en casa. Volví a emborracharme, es más, en un grado mayor a los días anteriores. Beber se había convertido en una formalidad previa al sueño: al menos a esa cadena de sueños cuyo eslabón era ella. En el último de la saga, ella se presentaba con apariencia ilimitadamente humana, a saber: su cara era una cara de esas que poseen ojos, boca, nariz, cejas, entre otros pormenores simbólicos tales como tonalidades distintas de piel y numerosos etcéteras. Me dijo que se llamaba Haydee (distaba mucho de asemejarse a la octogenaria niña Haydee) y dijo también que se iba para siempre. Frente a mi desconcierto continuó su alegato y me confesó que iría a caminar por otros sueños pues éstos le resultaban aburridos. Según dijo, iría a caminar los sueños de algún fresco crapuloso o un incauto gevo (¿gebo?). Le rogué hasta humillarme y ella persistió en su negativa. Se fue montando un elefante con alas (si no me equivoco le llamó marifante) que evocaba algo como de papalotes. La seguí hasta al cansancio y, valga aclarar un detalle, soñar es uno de ese reducido número de oficios que se presume no producen cansancio. El caso es que se fue y de ese último sueño aún no he despertado. Estoy cansado.
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